Lo que sigue a continuación ha sido extraído de:
Moral a Nicómaco
SELECCIÓN DE TEXTOS PARA EL CONCURSO DE RETÓRICA:
"¿QUÉ HARÍAS SI NO TUVIERAS MIEDO?"
-Textos interesantes en negrita.-
Libro segundo, capítulo V.
Teoría general de la virtud
Una vez fijados todos estos puntos, indicaremos lo que es la virtud. Como en el alma no hay más que tres elementos: las pasiones o afecciones, las facultades y las cualidades adquiridas o hábitos, es preciso que la virtud sea una de estas tres cosas.
SENTIR TEMOR NO ES DE COBARDES.
Llamo pasiones o afecciones, al deseo, a la cólera, al temor, al atrevimiento, a la envidia, a la alegría, a la amistad, al odio, al pesar, a los celos, a la compasión; en una palabra, a todos los sentimientos que llevan consigo dolor o placer.
TENER LA CAPACIDAD DE SENTIR TEMOR NO NOS HACE COBARDES.
Llamo facultades a las potencias que hacen que se diga de nosotros, que somos capaces de experimentar estas pasiones; por ejemplo, de encolerizarnos, de afligirnos, de apiadarnos.
LA COBARDÍA ES UN VÍCIO, UN HÁBITO MALO.
En fin, entiendo por cualidad adquirida o hábito la disposición moral, buena o mala, en que estamos para sentir todas estas pasiones. Así, por ejemplo, en la pasión de la cólera, si la sentimos demasiado viva o demasiado muerta, es una disposición mala; si la sentimos en una debida proporción, es una disposición que se tiene por buena. La misma observación se puede hacer respecto a todas las demás pasiones.
NO SOMOS VALIENTES POR NO SENTIR TEMOR. SOMOS VALIENTES SI TENEMOS LA VIRTUD DE LA VALENTÍA.
De aquí se sigue, que ni las virtudes ni los vicios, hablando propiamente, son pasiones. Por el pronto y en realidad no se nos llama buenos o malos en vista de nuestras pasiones, sino teniendo en cuenta nuestras virtudes y nuestros vicios. En segundo lugar, al hombre no se le alaba ni se le censura a causa de las pasiones que tiene; así que no se alaba ni se censura al que en general tiene miedo o se encoleriza, sino que sólo es censurado el que experimenta estos sentimientos de cierta manera; y, por el contrario, en razón de los vicios y virtudes que descubrimos, somos directamente alabados o censurados.
LOS SENTIMIENTOS SON INVOLUNTARIOS. LA VIRTUD, EN CAMBIO, DEPENDE DE NUESTRA VOLUNTAD.
Además, los sentimientos de cólera y de temor no dependen de nuestra elección y de nuestra voluntad, mientras que las virtudes son voliciones muy reflexivas, o por lo menos, no existen sin la acción de nuestra voluntad y siendo objeto de nuestra preferencia. Añadamos también, que respecto de las pasiones debe decirse que somos por ellas conmovidos, mientras que respecto de las virtudes y de los vicios no se dice que experimentamos emoción alguna; y sí sólo que tenemos una cierta disposición moral.
[...]
Libro segundo, capítulo VI
De la naturaleza de la virtud
Es preciso no contentarse con decir, como hemos hecho hasta ahora, que la virtud es un hábito o manera de ser, sino que es preciso decir también en forma específica cuál es esta manera de ser.
Comencemos por sentar, que toda virtud es, respecto a la cosa sobre que recae, lo que completa la buena disposición de la misma y le asegura la ejecución perfecta de la obra que le es propia. Así, por ejemplo, la virtud del ojo hace que el ojo sea bueno, y que realice como debe su función; porque gracias a la virtud del ojo se ve bien. La misma observación, si se quiere, tiene lugar con la virtud del caballo; ella es la que le hace buen caballo, a propósito para la carrera, para conducir al jinete y para sostener el choque de los enemigos. Si sucede así en todas las cosas, la virtud en el hombre será esta manera de ser moral, que hace de él un hombre bueno, un hombre de bien, y gracias a la cual sabrá realizar la obra que le es propia.
[...]
LA VIRTUD DEL VALOR ES SABER EN QUÉ MEDIDA HACE FALTA SOPORTAR O NO EL MIEDO SEGÚN LAS CIRCUNSTANCIAS.
Hablo aquí de la virtud moral; porque ella es la que concierne a las pasiones y a los actos del hombre, y en nuestros actos y en nuestras pasiones es donde se dan, ya el exceso, ya el defecto, ya el justo medio. Así, por ejemplo, en los sentimientos de miedo y de audacia [TEMERIDAD], de deseo y de aversión, de cólera y de compasión, en una palabra, en los sentimientos de placer y dolor se dan el más y el menos; y ninguno de estos sentimientos opuestos son buenos. Pero saber ponerlos a prueba como conviene, según las circunstancias, según las cosas, según las personas, según la causa, y saber conservar en ellas la verdadera medida, este es el medio, esta es la perfección que sólo se encuentra en la virtud.
[..]
ES FÁCIL SER COBARDE O TEMERARIO. PERO ES MUY DIFÍCIL SER VALIENTE.
Además, puede uno conducirse mal de mil maneras diferentes; porque el mal pertenece a lo infinito, como oportunamente lo han representado los pitagóricos; pero el bien pertenece a lo finito, puesto que no puede uno conducirse bien sino de una sola manera. He aquí cómo el mal es tan fácil y el bien, por lo contrario, tan difícil; porque, en efecto, es fácil no lograr una cosa, y difícil conseguirla. He aquí también, por qué el exceso y el defecto pertenecen juntos al vicio; mientras que sólo el medio pertenece a la virtud:
«Es uno bueno por un sólo camino; malo, por mil.»
PARA SER VALIENTE, HAY QUE SER SABIO, PUES ES UNA CUESTIÓN DE MEDIDA.
Por lo tanto, la virtud es un hábito, una cualidad que depende de nuestra voluntad, consistiendo en este medio que hace relación a nosotros, y que está regulado por la razón en la forma que lo regularía el hombre verdaderamente sabio. La virtud es un medio entre dos vicios, que pecan, uno por exceso, otro por defecto; y como los vicios consisten en que los unos traspasan la medida que es preciso guardar, y los otros permanecen por bajo de esta medida, ya respecto de nuestras acciones, ya respecto de nuestros sentimientos, la virtud consiste, por lo contrario, en encontrar el medio para los unos y para los otros, y mantenerse en él dándole la preferencia.
He aquí por qué la virtud, tomada en su esencia y bajo el punto de vista de la definición que expresa lo que ella es, debe mirársela como un medio. Pero con relación a la perfección y al bien, la virtud es un extremo y una cúspide.
Por lo demás, es preciso decir, que ni todas las acciones, ni todas las pasiones son indistintamente susceptibles de este medio. Hay tal acción, tal pasión, que con sólo pronunciar su nombre, aparece la idea de mal y de vicio: como por ejemplo, la malevolencia o tendencia a regocijarse del mal de otro, la impudencia, la envidia; y en punto a acciones, el adulterio, el robo, el asesinato; porque todas estas cosas y las parecidas a ellas son declaradas malas y criminales únicamente a causa del carácter horrible que ofrecen; y no por su exceso, ni por su defecto.
[...]
Libro segundo, capítulo VII.
Aplicación de las generalidades que preceden
a los casos particulares
[...]
Obsérvase que el valor ocupa un término medio entre los dos sentimientos de temor y de resolución [TEMERIDAD]. En cuanto a los dos excesos, el uno, que se refiere a la falta de todo temor, no ha recibido nombre en nuestra lengua, porque hay muchas cosas que el uso ha dejado sin él; mas si nos fijamos en el exceso de resolución, encontramos que al hombre, que da pruebas de ello, se le llama temerario. El que adolece de un exceso de temor o de una falta de resolución, es un cobarde.
[...]
Libro segundo, capítulo IX.
Dificultad de ser virtuoso,
y consejos prácticos para serlo
ES MUY DIFÍCIL ENCONTRAR EL TÉRMINO MEDIO.
Hemos visto que la virtud moral es un medio; y sabemos cómo lo es, es decir, que es medio entre dos vicios, el uno que lo es por exceso y el otro por defecto. Se ha visto además, que este carácter de la virtud nace de que ella aspira sin cesar a este prudente término medio en todo lo que se refiere a las pasiones y a los actos del hombre. Estos puntos están ya suficientemente esclarecidos. Debemos comprender también en vista de esto por qué debemos hacer lo posible para ser virtuosos. En todas las cosas es muy difícil llegar a ocupar el verdadero medio, así como no es dado a todo el mundo descubrir el centro de un círculo, como que para encontrarlo con seguridad, es preciso saber resolver este problema. Así es que el encolerizarse está al alcance de todo el mundo, y es cosa tan fácil como derramar dinero y hacer gastos con profusión. Pero saber a quién conviene darlo, hasta qué cantidad, en qué momento, por qué causa, de qué manera, este es un mérito que no contraen todos y que es difícil poseer. Y he aquí por qué el bien es a un tiempo una cosa rara, laudable y bella.
CONSEJOS PARA ALCANZAR LA VIRTUD.
El primer cuidado del que quiera aspirar a este justo medio, ha de consistir en alejarse del vicio que sea más contrario; pudiendo traerse aquí a cuento el consejo de Calipso:
«Dirige tu nave
Tan lejos como puedas de estos escollos y de este humo.»
Tan lejos como puedas de estos escollos y de este humo.»
Porque de los dos extremos uno es siempre más culpable, y otro lo es un poco menos. Como es muy difícil encontrar este apetecido medio, es preciso, como ya se ha dicho, mudar de procedimiento, y entre los males tomar el menor. El verdadero medio de conseguirlo será la manera que hemos indicado. Y así, deberemos estudiar bien las tendencias que advirtamos como más naturales en nosotros; porque la naturaleza nos las da muy diversas; y lo que nos obligará a conocerlas, serán las emociones de placer y dolor que sentiremos. Será preciso que nos inclinemos en sentido contrario; porque alejándonos con todas nuestras fuerzas de la falta que tememos, nos colocamos en el medio, a la manera que sucede cuando se quiere enderezar un palo torcido. El peligro de que es preciso guardarse siempre con el mayor cuidado es el placer; porque en semejantes casos no somos nunca jueces incorruptibles; y los sentimientos que experimentaban los ancianos de Troya en presencia de Helena, deben ser igualmente los nuestros en frente del placer. Sepamos en todas circunstancias repetir sus palabras; porque si llegamos a rechazar el placer, estaremos seguros de no dar muchos pasos en falso.
Para resumir nuestro pensamiento en algunas palabras, diremos que observando esta conducta conseguiremos encontrar el verdadero medio. Es cierto que es punto difícil, y lo es sobre todo en la práctica ordinaria de las cosas; por ejemplo, es obra difícil determinar de antemano con precisión, cómo, contra quién, por qué motivos, por cuánto tiempo conviene encolerizarse; porque tan pronto debemos alabar a los que se abstienen de hacerlo, de los cuales decimos que están llenos de dulzura; como no alabamos menos a los que se encolerizan, y en los que encontramos una varonil firmeza. Es cierto que el que se separa muy poco del bien no se expone a censuras, sea que se separe en más, o que se separe en menos; mientras que el que se aleja más, no puede librarse de la crítica por una falta que todo el mundo ve. Pero determinar en términos perfectamente precisos hasta qué punto y en qué medida es reprensible el hecho, esto no es fácil, porque tampoco lo es precisar cada una de las cosas que es preciso sentir para comprenderlas como es debido. Ahora bien, todos estos son casos particulares; y el juicio sólo puede nacer de lo que en cada uno se experimente.
Sea lo que quiera, resulta suficientemente probado, que la cualidad media es siempre la única laudable, y que para marchar derechos nos es preciso inclinarnos ya del lado del exceso, ya del lado del defecto; porque de este modo alcanzaremos más fácilmente el medio y el bien.
Libro tercero, capítulo V
El objeto verdadero de la voluntad es el bien
[...]
PARA SER VIRTUOSO HAY QUE CONOCER LA VERDAD.
Quizá la gran superioridad del hombre virtuoso consiste en que ve la verdad en todas las cosas, porque él es como su regla y medida, mientras que para el vulgo el error en general procede del placer, el cual parece ser el bien, sin serlo realmente. El vulgo escoge el placer, que toma por el bien; y huye del dolor, que toma por el mal.
Libro tercero, capítulo VII.
Del valor
Que el valor es un medio entre el miedo y la audacia [TEMERIDAD], es cosa que ya hemos dicho antes. Tememos las cosas que son de temer; y estas cosas, valiéndonos de una expresión general, son los males. He aquí por qué se define el temor: la aprensión de un mal. Tememos los males de toda clase, el deshonor, la pobreza, la enfermedad, el abandono, la muerte. Pero el hombre valiente no parece que deba tener valor contra todos los males sin excepción.
NO SE ES COBARDE POR TEMER EL DESHONOR.
Hay más de uno, por lo contrario, que debe temerse, que es honroso temer y que sería cosa vergonzosa no temer: el deshonor, por ejemplo. El hombre que teme el deshonor es un hombre digno de estimación, porque tiene el sentimiento del honor. Por lo contrario, el que no le teme es un miserable sin vergüenza. Si a veces se le llama valiente, no es sino por metáfora; porque tiene una especie de semejanza con el hombre valiente, puesto que el hombre de valor es también el que no teme.
NO SE ES COBARDE POR TEMER EL DESHONOR.
Hay más de uno, por lo contrario, que debe temerse, que es honroso temer y que sería cosa vergonzosa no temer: el deshonor, por ejemplo. El hombre que teme el deshonor es un hombre digno de estimación, porque tiene el sentimiento del honor. Por lo contrario, el que no le teme es un miserable sin vergüenza. Si a veces se le llama valiente, no es sino por metáfora; porque tiene una especie de semejanza con el hombre valiente, puesto que el hombre de valor es también el que no teme.
NO SE ES COBARDE POR TEMER LA POBREZA, LA ENFERMEDAD, LA MALA FORTUNA, QUE SE INSULTE A LA FAMILIA, LA ENVIDIA Y, EN GENERAL, LOS MALES QUE NO DEPENDEN DE QUIEN LOS SUFRE.
Puede suceder también que no haya precisión de temer la pobreza, ni la enfermedad, ni en general ninguno de esos males que no proceden del vicio, y que no dependen del que los sufre. Sin embargo, el hombre que sabe despreciar sin temor los males de este género, no es precisamente el hombre valiente. Le damos este nombre por una especie de semejanza; porque algunas veces sucede que personas que son cobardes en los peligros de la guerra, no son menos generosos y sufren con una constancia firme las pérdidas de fortuna. Tampoco puede decirse que es uno cobarde, porque tema que se insulte a sus hijos o a su mujer, o bien porque teme los ataques de la envidia o cualquier otro mal de este género. Ni puede decirse que un hombre es valiente, porque dé pruebas de firmeza esperando los latigazos que le amenazan.
SE ES VALIENTE CUANDO SE AFRONTA SIN TEMOR PELIGROS QUE PODRÍAN LLEVAR A UNA MUERTE HONROSA.
SE ES VALIENTE CUANDO SE AFRONTA SIN TEMOR PELIGROS QUE PODRÍAN LLEVAR A UNA MUERTE HONROSA.
¿Cuáles son, pues, entre los males temibles, a los que debe aplicarse realmente el valor? Son los más grandes; porque nadie sabe mejor que el hombre de valor soportar estos males. Ahora bien, la muerte es el mal más temible que todos, porque es el fin de todas las cosas, y, al parecer, una vez que uno muere, ya no hay ni bien ni mal para él.
Sin embargo, el valor no consiste en luchar contra la muerte en todos los casos indistintamente: por ejemplo, en un naufragio o en la enfermedad. ¿En qué ocasiones se ejercita más especialmente? ¿No es en las más bellas, en las más célebres? Pues bien, estas ocasiones se presentan en la guerra, y la muerte aparece en ella envuelta en el peligro más grande y más glorioso; como lo prueban también los honores, que las ciudades y los monarcas prodigan a los guerreros valientes.
Así, pues, puede llamarse verdaderamente valiente al hombre que se presenta sin temor ante una muerte honrosa y ante peligros que a cada instante pueden caer sobre él, como sucede sobre todo con los de la guerra. Sin embargo, si el hombre de valor es inaccesible al temor, sea en la tempestad, sea en las enfermedades, no lo es tanto como lo son las gentes de mar. En tales circunstancias los hombres más valientes pueden desesperar de su salvación y lamentar una muerte tan poco digna, mientras que la gente de mar conserva, por lo contrario, cierta esperanza nacida de su experiencia y del hábito de su oficio. Además, debe tenerse en cuenta que el valor se muestra en los casos en que es preciso defenderse con energía y en que la muerte puede ser honrosa; pero no hay defensa posible ni es cuestión de honra cuando se muere de una enfermedad o en un naufragio.
Libro tercero, capítulo VIII.
De los objetos temibles
DISTINTOS HOMBRES TEMEN DE MANERAS DISTINTAS Y A COSAS DISTINTAS.
Los objetos que pueden causar temor, no son los mismos para todos los hombres sin distinción. Considerarnos como un objeto verdaderamente temible el que supera las fuerzas ordinarias de la humanidad; y el objeto digno de temor es en general aquel que puede aterrar a un espíritu, que está en el goce pleno de su razón. Pero en todo lo concerniente al hombre, hay diferencias de magnitud, diferencias de más y de menos. Y añado, que estas diferencias que se aplican a los objetos temibles, pueden aplicarse también a los objetos que ofrecen seguridad en lugar de producir espanto. El hombre valiente es inalterable, pero en tanto que hombre; lo cual no quiere decir que no tema los peligros que el hombre prudente debe temer. Por lo contrario, los temerá como deba temerlos, y los soportará como la razón quiere que los soporte, bajo la inspiración del sentimiento del deber; que es el fin mismo de la virtud: Pueden temerse los peligros con más o menos fundamento, así como se pueden temer igualmente como muy graves los que no son realmente temibles. Estas diversas faltas deberán proceder, ya de que se teme lo que no debe temerse, ya de que se teme de distinta manera de como debería temerse, y ya, por último, de que el temor no esté justificado en el momento en que tiene lugar o de que haya por medio cualquiera otro error. Pueden distinguirse igualmente todos estos matices respecto de las cosas que nos tranquilizan en lugar de aterrarnos.
DIFICULTAD PARA SER VALIENTES.
El que soporta y sabe temer lo que debe temer y soportar, lo hace por una causa justa, de la manera y en el momento convenientes, y sabe igualmente tener una concienzuda seguridad en todas estas condiciones, un hombre semejante es un hombre de valor; porque el valiente sufre y obra apreciando debidamente las cosas y conforme a los dictados de la razón.
Ahora bien; el fin de cada acto particular es siempre conforme al carácter del agente; y como el valor es un deber para el hombre valiente, el fin que se propone en cada una de sus acciones es conforme a este noble fin. Cada cosa es determinada por el fin con que se la relaciona; y por consiguiente, para satisfacer al honor y al deber es para lo que el hombre valiente soporta y hace todo lo que constituye el verdadero valor.
TEMERARIOS Y FANFARRONES.
En cuanto a los caracteres que en este punto pecan por exceso, esto es, la ausencia completa de todo temor, no han recibido nombre especial; y ya hemos hecho observar anteriormente, que hay muchos matices a los cuales no se ha dado nombre particular. Este carácter será, si quiere llamarse así, la demencia; será una insensibilidad absoluta en frente del dolor, cuando se llega hasta el punto de no temer ni un temblor de tierra, ni las olas encrespadas, como, según se dice, hacen los Celtas. Al que peca por un exceso de confianza en presencia de verdaderos peligros, se le llama temerario. A veces el temerario tiene más trazas de ser un fanfarrón y un hipócrita que aparenta valor. Lo que en realidad es el hombre valiente con relación a los peligros, el fanfarrón aparenta serlo, o imita al hombre de corazón hasta donde le es posible. Estos caracteres las más de las veces son una mezcla de audacia y de cobardía; y llenos de ardor cuando no hay nada que temer, cuando hay un verdadero peligro no saben soportarlo.
COBARDES: DÉBILES E INSEGUROS.
El que peca por exceso de miedo es un cobarde; porque todos esos errores de que hemos hablado antes, y que dan lugar a equivocarse sobre los objetos temibles, la manera cómo debe temérseles y otros análogos, acompañan y siguen al cobarde. No peca menos por falta de confianza; pero donde más descubre su carácter es en los momentos de aflicción; pues cayendo sin el menor recato en todos los excesos del sentimiento, pone en evidencia su debilidad. De aquí que, como teme siempre, tiene la mayor dificultad en concebir esperanza; mientras que al valiente sucede todo lo contrario, porque la seguridad es propia de un corazón que tiene buenas esperanzas.
EL VALIENTE SIGUE A LA RAZÓN, NO A LA PASIÓN.
Así el cobarde, el temerario, el valiente, lo son relativamente a los mismos objetos. Sólo que sus relaciones con estos objetos son diferentes, pecando los unos por exceso, los otros por defecto. El hombre de valor sabe mantenerse en un justo medio y obrar como lo exige la razón. Los temerarios corren con ardor en busca del peligro; después, cuando este llega, vuelven pié atrás las más veces. Los valientes, por el contrario, serenos antes, sostienen después resueltamente su puesto en la acción.
Podemos, pues, repetirlo: el valor es un justo medio respecto de las cosas que pueden inspirar al hombre temor o confianza en las condiciones que hemos indicado. El verdadero valor arrostra y soporta el peligro, porque el deber se lo impone, o porque sería vergonzoso sustraerse a él.
EL SUICIDIO ES DE COBARDES.
Por lo demás, suicidarse por evitar la pobreza o los tormentos del amor, o cualquier otro suceso doloroso, no es propio de un hombre valiente, y sí más bien de un cobarde. Huir del dolor y de las pruebas de esta vida es una debilidad; porque en este caso no se sufre la muerte porque sea cosa grande sufrirla; sino que se la busca únicamente, porque se quiere evitar el mal a todo trance.
El valor es, por lo tanto, sobre poco más o menos, tal como queda bosquejado.
Libro tercero, capítulo IX
Especies diversas de valor
El lenguaje ordinario distingue aún otras especies de valor, pudiendo enumerarse cinco principales.
1ª EL VALOR CÍVICO.
En primer lugar está el valor cívico, que parece aproximarse más al que acabamos de describir. Los ciudadanos, como es fácil observar, arrostran todos los peligros para evitar los castigos o la infamia con que la ley los amenaza, o para conquistar las distinciones que promete. Y he aquí por qué los pueblos más bravos de todos son aquellos en que la cobardía infama y el valor honra. Tales son los héroes que canta Homero; por ejemplo, Diómedes y Héctor. Este exclama:
«Polidamas comenzará por hacerme cargos.»
Y Diómedes:
«Algún día el valeroso Héctor dirá a sus troyanos:
He hecho huir a Diómedes.»
He hecho huir a Diómedes.»
Si el valor cívico se aproxima más que ningún otro a aquel de que hemos hablado en primer lugar, es porque, lo mismo que en este, su fundamento es la virtud producida por un noble pudor y por el deseo del bien. El valor cívico ambiciona el honor; y lo que teme es la censura, que sería vergonzosa. Podrían también colocarse en el mismo rango que los ciudadanos, los que se someten a la coacción que les imponen las órdenes de sus jefes. Sin embargo, están por bajo de aquellos, porque estos obran movidos, no por un pudor laudable, sino por el temor, y no huyen tanto de la deshonra como del castigo. Los jefes, dueños de sus inferiores, convierten sus ordenes en una necesidad, y así Héctor pudo decir:
«El que yo sorprenda huyendo lejos de los suyos,
No podrá sustraerse al diente de mis perros.»
No podrá sustraerse al diente de mis perros.»
Esto es lo que hacen también los generales cuando ordenan que se castigue sin compasión a los soldados que retroceden, o cuando en otros casos colocan sus tropas delante de fosos u otros obstáculos de este género; siempre ejercen fuerza y coacción. Pero el hombre no debe ser valiente por violencia y necesidad; es preciso que sea bravo únicamente porque es bella cosa el serlo.
IMPORTANCIA DE LA EXPERIENCIA PARA SER VALIENTES.
La experiencia adquirida en ciertos géneros de peligros puede también producir los efectos del valor; y he aquí cómo Sócrates ha podido creer que el valor es una ciencia. La experiencia puede hacer valientes en muchos y diferentes casos: por ejemplo, la de los soldados en las cosas de la guerra; porque hay muchas circunstancias en esta en que se desvanece el peligro gracias a los soldados experimentados, que descubren la realidad de una sola ojeada; y muchas veces, si parecen tan valientes, es porque los demás no saben precisamente lo que hay. Otro resultado de la experiencia es la infinidad de cosas que esta les enseña y que utilizan contra el enemigo, ya resguardándose ellos mismos, ya defendiéndose, ya atacando; merced todo a su hábito en el manejo de las armas, que les enseña los mejores medios para a la vez obrar y evitar accidentes. Casi podría decirse que combaten completamente armados contra gentes desarmadas, como los atletas de profesión contra los aficionados que no se ejercitan; porque en las luchas de este género no son los más valientes los que provocan con más gusto el combate, sino que son los que se reconocen más fuertes y tienen cuerpos más robustos. Los soldados se hacen cobardes cuando los peligros son mayores que lo que esperaban y se sienten demasiado inferiores en número y en recursos militares. Son entonces los primeros a huir, mientras que los simples ciudadanos permanecen en su puesto y saben morir en él. Este contraste se vio patentemente en Hermaeum: los ciudadanos se avergonzaron de huir, y les pareció preferible la muerte a una salvación conseguida a costa de su honor. Los soldados se presentaron desde luego ante el peligro confiados en que eran los más fuertes; y cuando se apercibieron de que no era así, se desbandaron al momento, temiendo la muerte más que la deshonra. Esto no lo hace el hombre de valor.
LOS VALIENTES SON PROPENSOS A LA CÓLERA, PERO EL VALOR NO ES CÓLERA. EL VALOR NACE DEL HONOR.
Algunas veces se toma también por valor la cólera, que se confunde con él; se tiene por hombres valientes a los que sólo están animados por la cólera, a la manera que embisten las bestias feroces cuando se arrojan sobre los que las hieren. Si en este punto puede haber alguna equivocación, es que, en efecto, los valientes son muy propensos a encolerizarse; y además, no hay nada como la cólera para despreciar los peligros. Por esto Homero ha dicho:
«La cólera que siente ha redoblado sus fuerzas.»
O bien:
«Él despierta en su seno su fuerza y su cólera.»
Y también:
«Una viva cólera ha hinchado sus narices
Y la sangre agitada hernia en su corazón.»
Y la sangre agitada hernia en su corazón.»
Expresiones todas que pintan el comienzo y el estrépito de la cólera.
Los verdaderamente valientes no obran sino movidos por el sentimiento del honor; la cólera no hace más que venir en su auxilio y ayudarles.
QUIEN HACE UN ACTO VALIENTE MOVIDO POR UNA PASIÓN, NO ES VALIENTE.
Las bestias, por lo contrario, sólo tienen valor excitadas por el dolor; es preciso que se las castigue o que tengan miedo; y jamás se echan sobre el hombre cuando se las deja en paz en sus bosques o pantanos. Cuando se ven estrechadas por el sufrimiento o la cólera, entonces se arrojan al peligro sin apercibirse de nada de lo que les amenaza; pero esto no es obra del valor; de otro modo resultaría que los asnos mismos, cuando tienen hambre, manifiestan valor; porque entonces, por más que se les castigue, no abandonan por eso el pasto. De igual manera los libertinos, arrastrados por sus deseos libidinosos, hacen con frecuencia las cosas más audaces.
No puede, pues, decirse que los sentimientos que hacen que nos arrojemos violentamente al peligro, impulsados por la ira o por el dolor, constituyan el valor.
EL VALOR NACE DE LA RAZÓN. LA VENGANZA ES UNA PASIÓN Y, POR TANTO, NO IMPLICA TENER VALOR.
Sin embargo, el valor que parece más natural es el que produce en nosotros la cólera; y se convierte en verdadero valor cuando a la cólera se une la reflexión y elección libre de un fin racional. La cólera, por otra parte, es siempre un sentimiento que causa pena; la venganza, por lo contrario, es un placer. Puede dejarse uno arrastrar a la lucha por estas pasiones; pero esto no quiere decir que se tenga valor; porque entonces no es el honor ni la razón lo que nos determina; es la pasión. Todo lo que puede concederse es que estos sentimientos tienen alguna analogía con el valor.
NO ES VALIENTE QUIEN NADA TEME POR ESTAR CONFIADOS.
Tampoco es uno valiente cuando lo es por la esperanza y confianza en el éxito; porque sólo por haber conseguido frecuentes ventajas sobre numerosos enemigos, es como puede tenerse confianza en los momentos del peligro. El punto de semejanza entre ambos casos consiste en la seguridad y confianza que se tiene. Pero los hombres verdaderamente valientes sacan esta confianza de los motivos nobles que indicamos arriba; mientras que los otros, si se presentan tan resueltos, es porque se creen los más fuertes, y porque nada temen por sí mismos. Tales gentes se forjan las mismas ilusiones que los que se embriagan, y como estos están siempre llenos de esperanza; pero cuando la empresa sale mal, echan a correr.
SE NOTA ESPECIALMENTE AL VALIENTE CUANDO PASAN SUCESOS NO PREVISTOS.
Por lo contrario, el hombre de verdadero valor, como hemos visto, arrostra todo lo que puede ser o parecer temible al corazón, porque es siempre digno arrostrar el peligro, así como cosa indigna no arrostrarlo. Por esto hay un mayor grado de valor en conservar la intrepidez y la serenidad en los peligros súbitos que en los peligros previstos largo tiempo antes; porque la intrepidez en tal caso parece proceder más del carácter habitual que de una reflexión tenida tiempo antes para prepararse. Los peligros que se han previsto no pueden aceptar por consideraciones diversas y en nombre de la razón; pero sólo el hábito anteriormente adquirido es el que nos decide en los peligros imprevistos y repentinos.
EL QUE IGNORA EL PELIGRO PARECE VALIENTE, PERO NO LO ES.
En fin, basta en ocasiones ignorar el peligro para parecer valiente. Los que sólo apoyan su firmeza en esta ignorancia, no se diferencian mucho de los que tienen valor, fundados en la esperanza del éxito; pero tienen menos mérito, porque ninguna cuenta tienen de sí mismos, mientras que los otros tienen alguna. Estos últimos, por lo menos, se mantienen firmes por algunos instantes; pero los que lo hacen por ignorancia, tan pronto como ven que se han engañado y que las cosas aparecen distintas de como creían, se apresuran a huir. Esto fue lo que sucedió a los argivos cuando cayeron sobre los espartanos, creyendo que eran los habitantes de Sicione.
Ya puede verse claramente, por lo que precede, cuáles son los hombres de verdadero valor y los que sólo tienen las apariencias del mismo.
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